Pero como de costumbre, un año más, esos reyes magos habían olvidado hacer una parada junto a su árbol navideño, algo recargado, con muchos adornos, pero con escasa (o nula) belleza.
Seguía esperando un milagro. Una chispa mágica, una estrella fugaz que llegara, aunque fuese efímera, a iluminar una rutina anodina y sepultante, que cada día le enterraba un poco más en su soledad y desidia. Se sentía como una mala hierba en un jardín hermoso. Todas las flores a su alrededor crecían, abrían sus pétalos al rocío invernal y mostraban sus colores al mundo. El sólo crecía, pero esperando ser arrancado de raíz en cualquier instante, sin un solo toque de color o hermosura que legar al recuerdo cuando ya no estuviese.
El calendario mostraba el 8. Se durmió como cada noche, extenuado por otro largo día de viajes en tren y quehaceres desalmados.
No imaginaba que aquel día sería el último. Que su vida comenzaba de nuevo.
Cuando despertó, no sabía dónde estaba. Todo le parecía familiar, y sin embargo distinto. Se encontraba en una ciudad maravillosa, como de cuento, o quizás sería más justo decir como de historia épica. Salpicada de torres y rincones oscuros, donde a cada paso pudiera asaltarte un pícaro a sueldo, armado con sable y vizcaína.
Creía recordar que le habían llevado allí, desde luego él no había ido por su propio pie. Y tambíen creía recordar que su presencia allí era por algún motivo concreto, sentía que alguien le esperaba.
Dirigió sus pasos bajo un arco, y pasó junto a una estatua, de algún famoso escritor de época, muy acorde con la ciudad de ensueño. Sin saber bien por qué, entró en aquel lugar de una manera rutinaria, como el que lo ha hecho muchas veces, con seguridad y sin atención.
Era un sitio oscuro, no demasiado alegre, tampoco triste. Sólo vulgar, corriente. Pero...algo allí dentro era diferente.
Una luz, pequeña, pero muy intensa, parecía refulgir al fondo de la estancia. Irremediablemente atraído por aquella luz, como polilla hacia un candil, se fue acercando y acercando. Mientras daba un paso tras otro, se miró las manos, durante sólo un instante, y pudo percibir claramente dos verdades que se batían en duelo y a la vez se complementaban como una sola revelación. La oscuridad de su propio ser, más intensa a la luz de aquella luciérnaga mágica, y el poder de esa misma centella para iluminarle poco a poco, no reflejándose...sino entrando en su oscuridad para alumbrarle desde el interior.
Y fueron a recorrer la ciudad, su oscuridad y la nueva luz. Y cada calle era un poco más luminosa que la anterior. Y sin embargo, el mundo alrededor parecía ir desvaneciéndose...quedándo sólo ellos, sólo la luz y él, sólo él y la luz. Subieron cuestas hacia catedrales, y parecieron pasar sólo unos segundos...pero habían pasado meses. Y la luz tenía manos, y de ellas brotaban ríos de claridad. Y se entremezclaban con los regueros de oscuridad que salían de las manos de él, y juntos de las manos, siguieron paseando. Y la ciudad fue parte de ellos, y ellos parte de la ciudad. Tomaron té entre risas, y se tomaron la luz a la oscuridad y vicerversa, en lo alto de una piedra, al otro lado del río, haciendo que en mitad de la noche toda la ciudad brillara como si fuese un día de Junio. O de noviembre, porque las estrellas nacen cuando nacen, y ésta era de otoño.
Y ya no se separaron, vieron el mar, fueron a montañas, navegaron ríos en ciudades lejanas. Pero siempre juntos.
Y de repente...despertó. Y entendió que todo aquello había sido sólo un sueño. Pero...alargó la mano...y unos dedos rozaron los suyos. Unos dedos que iluminaban cada centímetro de piel que tocaban. Unos dedos hechos de luz. Y allí estaba ella. Casi un año después de aquel 9 de enero, finalmente resultó que los magos de oriente se habían acordado de él. Y junto a él, dormida, con el pelo color sol sobre la almohada...la luz hecha persona, el sueño...pero despierto. El mejor regalo.