No era distinto a los demás. Era alguien perfectamente normal,
signifique lo que signifique esta palabra.
Malgastaba su vida en un ruin trabajo de ocho horas a precio irrisorio
cada una de ellas.
Biengastaba el escaso tiempo libre en pasatiempos más o menos
interesantes y relaciones más o menos valiosas.
Pero sólo había una cosa que realmente le llenaba, que ocupaba su
mente, tanto en las horas ociosas como en las horas laboriosas.
Imaginar.
Su imaginación era una incansable trabajadora, era tenaz, era
creativa, era meticulosa y perfeccionista, y…la gran mayoría de las veces, era
inútil.
Gustaba de imaginar cosas grandes y pequeñas, oscuras y luminosas,
profundas y superficiales, vanas y transcendentes.
Imaginaba canciones, cuentos, poemas y dibujos. Imaginaba personas,
situaciones, principios y finales. Visualizaba mentalmente mil y una opciones
ficticias, retorcía cada ilusión hasta radiografiar cada una de las múltiples
caras de la moneda que siempre estaba lanzando al aire en su desenfrenada
mente.
Imaginaba viajes, caminos y destinos, anécdotas intermedias y metas
alcanzadas.
Cada día imaginaba más, cada día vivía menos en nuestra realidad, y se
perdía más en la suya propia, realidad inventada, fantasía ilusoria que llenaba
su mente y su reloj.
Pero un buen día, por supuesto de manera fortuita e inesperada, se
topó de bruces con la realidad. Con la de verdad. La de carne y hueso, la que
deja cicatrices.
Y de tanto haberse alejado de ella, de tanto haberse sumergido en su
mundo irreal, imaginado, no supo qué hacer.
Huía de lo tangible, de lo real, por considerarlo gris, deprimente, a
veces abrumador, desde luego, siempre triste y cansino. Viajaba a los rincones
privados de su mente, y allí se arropaba del frío que le provocaba la rutina de
cada día.
Aquella vez, sin embargo, una luz blanca, cegadora, y aterradoramente
real, le desbordó los ojos, y quizá el resto de sentidos.
¿Se había equivocado? ¿La realidad podía vestir otros tonos distintos
al de la ceniza de los cigarros que consumía, quizá precisamente por matar esos
minutos eternos de desidia y molicie insufribles?
La confusión, como una tormenta
imprevista, cubrió su escaso entendimiento, y el suelo se volvió tan inestable
como un pequeño bote en medio de la tempestad.
El largo tiempo alejado del mundo
de a pie le había oxidado, por dentro y por fuera.
Sintió miedo. Miedo ante la
incertidumbre, miedo ante lo desconocido. Pero aún así decidió caminar. Decidió
dar una oportunidad a esa realidad tan a menudo insoportable y soporífera, que
en esa ocasión se había vestido de color, y había conseguido deslumbrar su
abotargada capacidad de sentir…casi de respirar aire auténtico.
Cada paso que dio fue vacilante,
temeroso, como el niño que aprende a caminar, o como el anciano que empieza a
olvidar que algún día fue capaz de correr.
Incluso un día se atrevió a
saltar, a zambullirse en esa nueva realidad sorprendente e incierta.
Quedó aún más confundido. ¿Lo
había hecho bien? ¿Había errado completamente? No tenía ni idea. Simplemente se
había atrevido. Lo que vendría después, nadie lo sabía.
Imaginaba mil continuaciones,
mejores, peores, perfectas y también catastróficas. Imaginaba mil desenlaces,
idílicos, terroríficos, insulsos…incluso imaginaba que no había desenlaces.
Sí, otra vez estaba imaginando.
Alguien le había dicho que pensaba demasiado. Quizá fuese ese su don…o su condena,
quien sabe. Pero no podía ser de otra manera.
Era un imaginador.
Sonó el teléfono, otro cliente
demandaba su atención. Miró por la ventana, el cielo estaba gris. Pero quizá el
gris no fuese tan malo…
Comenzó el otoño.
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